“Respondo por Trini, María Antonia, Tri-tri,….pero me bautizaron como Triana. Nací un 28 de abril, del 2012. Me separaron de mi madre el 30 de junio del mismo año. Mi primera noche fuera del seno materno la pasé en un sofá blanco, arropada con un arnés rosa con incrustaciones de Swarovski. No tenía frío, pero sí miedo. Incertidumbre. La incertidumbre para mi especie, canina pero catalogada dentro de la subespecie “perra patada”, es una etiqueta que nunca sabes donde te va a llevar. Una no sabe muy bien cuál es su utilidad. ¿Guardar? ¿Lamer? ¿Acompañar? ¿Defender? ¿Avisar? ¿Ser?… Vienes al mundo entre algodones y cuando terminas de abrir los ojos, con los primeros dientes incipientes, una mano te coge con dulzura, te susurra algo que suena a despedida del nido pero que no acabas de entender y te traslada a un nuevo hogar. Agur, pensé. Recuerdo la separación, la inseguridad que punzó mi corazón. Sí, mi primera noche la pasé acurrucada, sin moverme. ¿Dónde estoy? ¿Cómo me llamo? ¿Dónde me llevan? Se me podía estrujar con una sola mano”.
Así sentí a Trini cuando llegó a mi vera, chiquita y dulce. Así me lo contaron sus ojitos negro azabache. Mi yorkie querida, la que desde el 2 de julio del aquel mismo año me acompañó a todas partes, tanto que acuñé su propio hashtag #NosinmiTrini. Juntas íbamos y veníamos, de compras, a navegar, a esquiar a montar en bici, a las ruedas de prensa, de copas, a comer; allí donde yo iba ella me acompañaba. Seis años de amor profundo, de chuparse mi menopausia, mis males de amor, mi felicidad, mis arrebatos de tristeza, mis arranques de euforia y mis horas frente al ordenador acurrucada entre mis piernas mientras escribía. Paciente, siempre pendiente de mi, se convirtió en mi mejor amante canino, en la perrita de mi vida.
Era una prolongación de mi espíritu, de mi ser. El 11 de noviembre del 2018, tras 24 horas hospitalizada, se fue. Me abandonó. Murió de una cardiopatía congénita que no había dado la cara, de repente, sin previo aviso. Nuestra conexión era tan profunda, que ese nefasto San Martín, casi muero de pena. No podía hablar, solo llorar. Y lloré una semana entera (aún hoy la lloro cuando de sopetón me encuentro con su collar o alguno de sus juguetes). No sé si por intuición, por cabezonería o por la promesa que me hice a mi misma de “morir con un descendiente de mi Trini a mi vera”, me empeñé en tener una camada.
Tanto me empeciné que como los “novios” que le salieron no fueron capaces de fecundarla por la vía natural, la inseminé. El 20 de diciembre del 2017 nacieron mis cuatro nietos caninos, tres machos y una hembra. Una experiencia gloriosa, tanto que los mantuve a mi lado durante más de tres meses, no quería soltarlos, pero como cinco perros eran ya jauría, solo me permití quedarme con una, Pluma. Ella es ahora su legado, más chiquita que su progenitora, no tiene su hermoso pelo liso plateado – mi amiga Ana Parrilla siempre decía que se había hecho la “keratina”-, ni sus orejillas tiesas y perfectas, pero mantiene intactos sus ojos negros azabache, sus gestos dulces y suaves y su vivaz inteligencia.
Esta Navidad, al escribir la carta a los reyes Majos, no quería nada, no necesitaba nada más que volver a ver correteando a Trini por el jardín del El Halcón, buscando a “Pérez” ( le encantaba perseguir ratoncillos de campo) en el Noray, la morada segoviana de mi chico Natxo de la Serna, o esperando pacientemente mi llegada en el banco de la entrada de casa de mi madre, que me acoge cuando estoy en Madrid. A pesar de mis casi 57, sigo creyendo en la magia, conservo esa ilusión de poner los zapatos el 5 de enero para que sus majestades los llenen de cosas buenas. Por no desilusionarlos, me puse a pensar en qué pedir, en cómo podía yo llevar siempre a Trini conmigo aunque ya no estuviera (aunque sé que vela por mí allí desde Tombuctú, el cielo de los perros magníficamente descrito por Paul Auster en su novela homónima).
Por casualidad, husmeando en Instagram, tropecé con un post de una compañera, Silvia Capafons, en el que hablaba de “Dejando huella”, una firma de joyas artesanas creada por Ana Rodríguez. Una mujer tierna y creativa, que tras acogerse a un ERE, dejó de ser responsable de equipo de análisis de negocio en una multinacional del sector publicitario para convertirse en una orfebre de sentimientos. Era mi chica, pensé. Y me puse en contacto con ella, quería que me hiciera una joya única para mí. Al principio, se quedó extrañada de mi petición ya que siempre había creado joyas con las huellas plantares y dactilares de bebés y mascotas vivas….y yo le estaba pidiendo que manufacturara una de mi perrita ¡muerta! Pero no rechazó el encargo.
“Vamos a pensarlo, me dijo”. Y pensando, pensando, se nos ocurrió la idea. Me fabricaría un medallón en plata maciza, a modo de camafeo, que llevaría impresa la huella de Pluma (al fin y al cabo lleva la estirpe de Trini) y dentro un mechón del pelo plateado de mi yorkie querida (vaya por delante que antes de enterrarla en el jardín de El Halcón, le corté varios mechones que guardo en mi caja de los tesoros). Ana vino a casa, tomó la huella de Pluma y se puso manos a la obra. Hoy, llevo colgado mi medallón a todas horas, junto al corazón, Trini va conmigo a todas partes, como antaño.
Ana, hace virguerías con las huellas de los seres queridos, como ella misma dice “me encanta la idea de dar vida a las joyas, ya que recogen recuerdos y sentimientos únicos. Es un trabajo precioso porque en cierta medida me permite participar en los momentos más emotivos de los demás; unas veces celebrando la vida y otras honrándola”. No ha sido la primera en este menester, porque según me ha contado, Eduardo Chillida, el famoso escultor, hacía medallas con huellas pero solo para su familia, ya que las consideraba regalos muy especiales y nunca comercializó estos pequeños tesoros. “Lo sé porque el metal se lo fundía el padre del herrero que me funde las piezas a mí”. Ana no es Chillida, pero crea medallas, llaveros, colgantes, pulseras,….y si se pone a pensar, hasta camafeos para alegrar los corazones verdes, como el mío. Gracias, Ana. No sabes lo feliz que me has hecho creando una “maletita” tan maravillosa para seguir paseando a mi Trini.
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1 Comentarios
angeles
Los perros son muy fieles y muchas veces son los que más se alegran cuando una llega a casa, siempre salen a recibir, moviendo el rabito.