En serio, que alguien cierre la puerta del horno porque esta calorina no hay quien la aguante. Las fuentes de Madrid Río están al nivel de ocupación de Benidorm en temporada alta y sus chorros de agua se cotizan a precio de oro. Ayer, vi a una iguana abanicándose con un paipái mientras buscaba cobijo a la sombra de un olmo siberiano. En mi propio barrio. En plena Arganzuela. De hecho, yo llevo un par de días durmiendo en la nevera, compartiendo piltra con tres botijos de Mahou Clásica y un tupper que el sentido común recomienda no abrir. Ya sé, ya sé, todos los años igual: en cuanto llega la primera ola de calor, y empezamos a derretirnos cual nazis en busca del arca perdida, ponemos el grito en el cielo.
Cada cual tiene su método para intentar rebajar en la medida de lo posible esta sensación térmica sahariana capaz de atravesar ventanas y paredes. Unos, gustan de andar descalzos por su domicilio para sentir cómo el fresquito de los azulejos les recorre de pies a cabeza; otros, solicitan asilo en el bar con terraza más cercano y apuestan por la ingesta masiva de cerveza helada para rebajar unos grados la temperatura corporal. Y los hay incluso que salen a la calle con la silla plegable y se plantan en la acera para disfrutar del relente que trae consigo el anochecer.
El mundo de la beauty tiene sus propias recetas para combatir este sofocante bochorno: elige cremas de tratamiento con texturas muy ligeras y activos refrescantes, como la menta o el pepino; guarda el contorno de ojos en el frigorífico; descubre lo que el formato bruma puede hacer por ti y, sobre todo, sustituye los perfumes densos y concentrados por fragancias de notas cítricas y ozónicas, que es lo más parecido a vaporizarse un soplo de brisa marina.