¡¡¡Uy, qué mancha!!!

Creo que nací con pecas y lunares. Tenía tantas de niña que siempre me decían la misma chorrada “Qué, ¿has tomado el sol con un colador?”. Lo que me parecía una pregunta bastante estúpida, sobre todo viniendo de un adulto y teniendo en cuenta que yo, enfant terrible que era, no tenía tiempo ni ganas de perderlo poniéndome a tomar el sol con un colador. Mis pecas eran y son mías, propias de mi condición de lechona que ya he comentado muchas veces. Nunca jamás en la vida me han preocupado; al contrario, a mí me gustan mis pecas, aunque mi piel sea un muestrario de motas y motitas de diversas tonalidades marrones. No es que me pase la vida mirándome las pecas, pero de vez en cuando me dedico a contemplárlas delante de una espejo, por aquello de controlar el melanoma, que soy una de las candidatas con más futuro de mi entorno a padecerlo. En mi life style (me encanta este término para resumir todo aquello que hacemos con nuestra vida y es un auténtico coñazo enumerar) introduje el hábito de mirarme en el espejo en plan madrastra de Blancanieves hace muchos años. Y cuando ya nada parecía poder sorprenderme ¡zas!: la vi. No me lo podía creer. Miré de nuevo, sí, allí estaba, justo a la altura del pómulo, en la mejilla derecha, aposentada con una reina. Mi primera mancha senil. Yo, que no tengo una cana; yo, que pienso como una adolescente aunque tenga que hacerme la mayor; yo, que como dice mi novio tengo un cuerpecito pequeñito pero aún muy mono, muy de chavalina (aunque esté mal el decirlo). Yo, que tengo las manos libres de cualquier rastro de lentigos (que así se llaman estas intrusas en versión oficial)… ¡ay!, resulta que ahora tengo una mancha senil en mitad del careto. Además, curiosamente, en el mismo sitio que mi hermana la mayor, que no tiene pecas pero que cuando rondaba mi edad le salió una igualita que la mía. Se diferencia de mis pecas de toda la vida en que es mucho más grande, tiene forma de huella dactilar y se ve a la legua que es una implantada, que allí antes no estaba. ¿Será el principio del fin? ¿Acabarán mis pecas por camuflarla y no molestar a mi vista?… Y mira que este verano casi ni he tomado el sol (entre otras cosas porque no se ha dignado a venir a saludar por el Cantábrico), y cuando había dos rayitos juntos me ponía mi sombrero ideal, además de mis gafas de sol de pata ancha y mi crema antienvejecimiento con SPF 30 a diario, aunque me estuvieran ensombreciendo los nubarrones. Pues nada, ahí está la tía. Así que no es una mancha solar por descuido, sino por edad, sí, por los añitos que tengo y que al parecer voy a envejecer por ahí… ¡No piensooooooo resignarme! Sé, porque llevo escribiendo de manchas toda mi vida profesional, que son rebeldonas y difíciles de erradicar, pero también sé que se pueden prácticamente aniquilar con la ayuda de un buen láser o un peeling médico (con ácido kójico, por ejemplo) y tratándolas a diario con un blanqueador, que no es que sea como la lejía, pero que algo hace. Tan decidida estoy a plantarle batalla a mi oscura enemiga que he llamado a mi amiga Carmen Navarro, me ha dicho lo que yo ya sabía, que me la va a mejorar muchísimo y que ahora en otoño es una época fantástica para hacerme cualquier tratamiento dermoabrasivo que me ayude a atenuarlas. Mientras espero a que las hojas comiencen a caer y el sol se retire a sus cuarteles de invierno para atacar con todas mis baterías a la nueva residente de mi tez, me ha dicho que siga poniéndome un factor de protección 30, que me compre un stick y que lo lleve en el bolso y me lo aplique cada dos o tres horas sobre la mancha para que el sol no potencie su inesteticismo natural. Y eso sí, también me ha dicho, que si no quiero que ni esta ni ninguna otra de su condición vuelva a resurgir después de aniquilarla, ya no puedo tomar más el sol que el que me dé de refilón (lo que llevo haciendo toda mi vida). Me queda el consuelo de poder averiguar en carne propia si es verdad que los métodos quitamanchas que tanto me venden funcionan o no. Ya os contaré.